
Todos estamos familiarizados con lo rápido que va el día a día. Vivimos dominados por la dictadura de las rutinas, de las múltiples pantallas y de unas exigencias que rara vez nos dejan espacio para respirar. Pero hay algo de todo esto que quizás no sepas: las consecuencias que tiene sobre nuestra alimentación.
Este es un tema que nos parece muy importante y por eso nos hemos planteado las siguientes cuestiones: ¿Cómo afecta el estrés a nuestra alimentación? ¿Cómo comemos? ¿Por qué? Y para responderlas contamos con la visión de diferentes expertos de diferentes disciplinas.
Gustavo Díez, físico teórico y máster en Neurociencia, y lo primero que nos aclara es que el estrés no solo afecta a nuestra mente, también altera directamente el cuerpo, y más en concreto, nuestro intestino. “El estrés es muy inflamatorio, y es uno de los factores de disbiosis. Este desequilibrio afecta a la microbiota, y a su vez a nuestra capacidad de afrontar el estrés. Es un círculo de retroalimentación negativo”, explica.
Sí, es un bucle en el que nuestras decisiones alimentarias, muchas veces tomadas sin conciencia, solo refuerzan el malestar general. Comemos mal porque estamos estresados, y nos estresamos como consecuencia de esa mala alimentación.
Belén Unzeta Conde, psiquiatra experta en trastornos alimentarios, traslada el foco a otro punto de vista: el estrés no solo modifica nuestra fisiología, también influye profundamente en nuestra conducta. Cuando el mundo exterior parece desbordarnos, nuestra relación con la comida puede volverse una especie de refugio, un pequeño terreno donde creemos que podemos tomar decisiones, aunque no siempre sean saludables. “La comida se puede utilizar tanto por exceso como por defecto… Es la necesidad al menos de, entre otras cosas, de tener el control en algo en mi vida ante la sensación de descontrol… siento que de alguna manera canalizo a través de la comida todo ese malestar”, señala durante su intervención.
Y ninguna de las dos es casualidad: ambas buscan calmar, proteger, regular.
Desde la visión de la psicología, Lucía Hernández de Lorenzo, añade una reflexión clave: el estrés no solo afecta el qué comemos, sino cómo vivimos la experiencia alimentaria. “Cuando estamos estresados, estamos hiperestimulados. No descansamos, no disfrutamos, tampoco de la comida. Nos desconectamos del placer, de la compañía, del acto de nutrirnos de verdad.”
Comer bajo presión es comer en automático. Es mirar la pantalla del móvil en vez del plato. Es masticar rápido, sin gusto, con culpa. Y perdemos de vista que la comida no es solo nutrición: también es cultura, tradición, encuentro, identidad. Y no debemos olvidar que cuando el estrés domina nuestra vida, altera nuestros rituales. Ya no saboreamos sino que engullimos, y dejamos de compartir el momento de la comida para pasar a comer solos y deprisa.
En su entrevista, Lucía también recalca el cómo las emociones alteran nuestra percepción y, con ello, nuestra conducta alimentaria. “Si yo estoy sintiendo emociones muy limitantes como culpa o miedo —por ejemplo, miedo a comer carbohidratos— no solo me voy a restringir de comer ciertos alimentos, sino que incluso a nivel fisiológico se van a alterar procesos metabólicos.”
El estrés no solo nos puede llevarnos a tomar decisiones menos conscientes, sino que altera la forma en la que nuestro cuerpo procesa los alimentos que elegimos. El miedo, la ansiedad, la culpa son filtros que distorsionan tanto la percepción de los alimentos como el modo en que nuestro cuerpo los digiere y asimila.
No es sencillo el revertir esta dinámica, pero todas las voces expertas coinciden en que la conciencia es el primer paso. Ser conscientes de cómo nos relacionamos con la comida en momentos de estrés es empezar a poner luz sobre un hábito muchas veces automático.
Antes de terminar queremos dejar muy claro que la alimentación no puede estar al servicio del estrés. Debe estar al servicio de la vida.